jueves, 22 de agosto de 2019

En la Libélula Vaga

El árbol donde soltamos a mamá La Libélula Vaga

Hoy he vuelto a ver el árbol donde soltamos a mamá. Es un árbol exuberante, cobijador, más ancho que alto, es añoso y sus raíces sobresalen del suelo y se extienden por allí y por aquí, caminando un perímetro mayor a su tronco y a su volumen todo. Su presencia verde y contundente domina la esquina del parque y mira hacia la avenida que baja desde el barrio alto, donde sólo habitan almas de coches y perfumes importados, donde se supo acunar al niñerío bien y más tarde a cierta casta de políticos, que sobrevino  a dictaduras y democracias. 

De todas maneras, la avenida que enhebra un barrio y otro: el alto y el del árbol en cuestión, tiene nombre de prócer y letras mayúsculas, atraviesa zonas muy diferentes, bordeando la ciudad de Buenos Aires para continuarse en la provincia homónima, kilómetros y kilómetros más allá.

El árbol donde soltamos a mamá es un ombú, un “bellasombra” aunque oficialmente se le conozca por phitolacca dioica. Oriundo de las pampas argentinas y uruguayas, acumula grandes cantidades de agua, crece rápidamente, su copa es muy frondosa y sus raíces son grandes y visibles. Ombú es una voz guaraní que significa sombra o bulto oscuro.

Me agrada descubrir hoy que aquel ombú que recibió a mamá tiene tantas cualidades, nada de esto sabíamos mi hermana y yo cuando lo elegimos.

Le dimos muchas vueltas al asunto. El sitio de la despedida debía ser único, especial para ella y para nosotras, ni tan lejos ni tan cerca, ni tan serio ni tan ruidoso, ni tan señorial ni tan utilitario, ni tan tan, ni muy muy.

Era diciembre y hacía mucho calor, Buenos Aires es especialmente húmedo y pegajoso en esa época y las fiestas navideñas transcurren entre sofocos y calores. 

Nosotras habíamos decidido pasar juntas esas fechas, eran las primeras sin nuestra mamá. Mi hermana llegó a casa, desde el sur, con su maleta en una mano y con su niño de la otra, un niño de ojos enormes por donde entraba la vida que luego se le salía por la boca a borbotones, en cascadas de letras y palabras que se amontonaban y se decían rápido, muy rápido.

Recuerdo que una madrugada, entre mate y mate, le fuimos dando forma al adiós a la mamá. Mientras tanto, ella descansaba desde hacía meses en una cajita color granate, o color bordeaux como se dice en Argentina, con su nombre y apellido grabados en una chapita de bronce, en un estante de la funeraria de la calle Larrea, casi Santa Fe, a una manzana y media de su departamento, de mi casa de la infancia, de nuestro barrio, de la historia compartida. Ese mismo barrio adonde ella había llegado como premio a tanto esfuerzo, a su recorrido desde el campo, desde el pueblo, como premio a su ejemplo de lucha desde la “nada” al Barrio Norte, a la gran ciudad donde, finalmente, ella pensó que podía ser “alguien” y que para sus hijas el futuro podría estar allí, al alcance de la mano.

A los cinco años de edad mi madre fue cedida, más bien regalada, a su tía Lucía, por su propia madre, que vio la oportunidad de achicar gastos reduciendo el número de bocas que alimentar entre tantos hijos e hijas que tenía. Quiero creer también que mi abuela Catalina deseó darle a su hija menor la ocasión de una mejor vida, de una educación en la capital. Y sin decir aguas va, y sin que mi abuelo, que en ese momento estaba en el campo arando la tierra, lo supiera, le dio la nena a su hermana, la pudiente. Sé que mi abuelo casi enloqueció cuando preguntó por su hija pequeña, para más datos su ojito derecho, y le dijeron que se la habían llevado tan lejos pero mi abuela era una italiana fuerte y dura y no había quién se le plantara cuando ella decidía algo. 

Así, mi mamá conoció y vivió en una mansión de la calle Larrea y Charcas, en el Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires, caserón que unos pocos años después debió abandonar y volver al pueblo y a la vida entre gallinas porque el destino le jugó una mala pasada y quiso que su sueño se quebrara y las hadas que la habían llevado hasta allí, también se evaporaran.

mamá y yo a mis 5 años
Por eso, muchos años después, casada y con una hija pequeña y otra aleteando en su panza, mi madre reconquistó el barrio y se instaló en un departamento que compraron con papá, en la misma manzana de la antigua mansión de la tía Lucía. 

Y a escasas dos calles, en aquella funeraria ella pasó el invierno y la primavera del 2000 hasta que mi hermana y yo la rescatamos en el inicio del verano y la llevamos a mi casa, mientras diseñábamos la mejor manera de dejarla libre.

Era rara aquella reunión familiar, donde nos mezclábamos las mujeres y los hombres, de varias edades, de diferentes parentescos, vivos y vivas y la muerta allí, como parte de la escena, en su urna color bordeaux.

Teníamos dos cosas muy claras: que el agua no era el sitio donde depositar aquellas cenizas porque mamá le tenía verdadera fobia y aún con el Río de la Plata tan cerca no cometeríamos el sacrilegio de echarla allí. 

Y la otra cuestión era el deseo de mamá expresado más de una vez medio en serio, medio en broma: “cuando yo me muera, me ponen en una cajita y me tienen allí, en su casa”… 

Ay viejita, tenías tanto horror al agua como a la soledad y a verte lejos de tus nenas. Como siempre te aclaré que eso no lo haría jamás, que no te conservaría en mi casa, aquello quedó descartado de plano al decidir qué hacer con vos ahora que había llegado el momento de soltarte.

Queríamos encontrar un lugar cercano a tu guarida de los últimos cincuenta años para que te sintieras como en casa, a gusto. Que fuera al aire libre, de ser posible donde hubiera plantas y flores, para que respiraras el aroma de la naturaleza y pudieras fundirte en ella.  Que de noche la luna inundara el claro para que te invadiera su redonda luz. Que la brisa se acercara un tanto para que la leve agitación de las ramas te tocara y te meciera a vos también. 

Y nos acordamos de aquel árbol, cerca de Plaza Francia, en el barrio de la Recoleta. Parecía reunir todas las condiciones y además tenía una rama que se extendía larga y recta a un costado, paralela al suelo, algo relajada, una rama-brazo que invitaba a acercarse, a cobijarse, a sentarse sobre ella y susurrarle secretos. 

Mi hermana y yo escogimos cuidadosamente los abalorios de la ceremonia: la música clásica que te agradaba y tu poema preferido.

Y un diciembre, partimos ambas, al calor del mediodía, muñidas de la grabadora, de Almafuerte garabateado en un papel y por supuesto, de la cajita color granate donde vos nos acompañabas.

En mi casa quedaron hijos e hija, la mujer que nos ayudaba con las tareas de la casa y un televisor encendido. La vida misma, la vida de todos los días que transcurría como debía ser, con sus ruidos, con sus bostezos, con sus portazos, con sus timbres, con sus estupores, con la mesa servida y la ducha reparadora. 

A poco de llegar a destino ya divisamos al ombú que nos esperaba sereno y elegante, dominando el horizonte, sujetando el aire, subyugando la escena.

A sus pies nos rendimos y allí mismo desplegamos nuestros elementos, habíamos conjurado el tiempo, habíamos detenido la espera, habíamos conspirado contra la nostalgia. Estábamos allí, las tres, y esto significaba un antes y un después, se imponía la necesidad del adiós, ahora sí era verdad que mamá había muerto.

En la ceremonia de la despedida sonó la primavera de Vivaldi, leímos a Almafuerte “no te des por vencido ni aún vencido…”, nos pareció oírte tararear la música y declamar los versos, nos pareció verte cuando abrimos entre las dos la cajita color granate y la dimos vuelta hacia el sol. 

No se movía una hoja en el parque, sólo los ruidos de algunos pasos, de voces infantiles, de alguna bocina, alteraban ese mágico momento.

Nos miramos mi hermana y yo cuando juntas descorrimos la tapa de la urna y en ese claro y calmo mediodía de diciembre en plena ciudad de Buenos Aires, te soltamos, querida mamá. 

No me pregunten cómo ni de dónde ni por qué pero en ese preciso instante una ráfaga inesperada de viento suspendió en el aire la lluvia de cenizas que se lanzó sobre mí, trayéndome a mi madre. Mi piel, húmeda por el calor reinante, la recibió como una mano recibe a un guante de satén y menos mal que alcancé a cerrar la boca porque sino, literalmente, la habría devorado. 

Fue un último intento de quedarte allí conmigo, lo supe incluso en mi desconcierto, en la mirada confusa de mi hermana, en mis toscos ademanes al sacudirme el manto parduzco que me cubría.

Pero ya no era posible, tu lugar era el ombú cuyas raíces te recibían gozosas y así el ciclo volvía a comenzar dando forma a la espiral de la vida y de la muerte.


En eso pensaba mientras arrojaba al contenedor de la esquina la caja de color bordeaux con tu nombre y apellido grabados en una chapita de bronce. 
                                              L.C. 

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